La bola de cristal

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Luis Eduardo Velázquez Director del diario y semanario digital Capital CDMX

                                    Foto: Verónica Fuentes 

Filemón levantó la pestaña del ojo izquierdo y de forma borrosa distinguió a su madre platicar con ecuanimidad con un par de médicos, en apariencia militares: conducta estoica, cuerpos fornidos y corte de cabello pegado al cráneo.

Al mover la mano derecha para quitarse las lagañas sintió un piquete y descubrió la aguja de 0.6 milímetros que le habían clavado una noche antes en el hospital para dejarle ir unos sedantes y aliviar sus nervios maltrechos —quizá por tanto alcohol del que había disfrutado en su década de los 20; falta de vitamina B12 a sus 33 años o tal vez por la violencia intrafamiliar tan habitual en su hogar allá por los 90 cuando las mujeres, como su madre, en México no tenían de otra más que soportar maltratos y golpes de psicóticos maridos porque un país machista. Las féminas han ganado derechos a cuenta gotas. Ahora hay algunos recovecos e instituciones para hacer justicia, pero esa es otra historia. Al abrir los ojos, El File, como le decían sus cuates de Ecatepec, se sintió desnudo, cubierto con apenas una ligera bata azul, —de seguro de esas chinas— y como un destello le llegó el recuerdo de la noche anterior donde sentado en la mesa de la casa de su madre se había desmayado y en pocos minutos, gracias a su hermana, ya estaba en una ambulancia rumbo a un hospital de la Zona Rosa y poco a poco recuperaba el aliento.

Ya despierto se acercó a él su médico cardiólogo que a las cinco de la mañana había aparecido como un ángel — todos los días corría a esa hora en las calles de la Ciudad de México— y le dijo: “tranquilo, estás sano, ya te voy a dar de alta”. 

— ¿Qué me pasó? — le inquirió Filemón al médico militar. El File se sentía muy sano porque desde hace cinco años había dejado el alcohol y se dedicaba al deporte de alto rendimiento. En la mañana hacía Box, corría 8 kilómetros diarios y por la noche nadaba un kilómetro.

— Eso lo sabremos después, hoy regresa a casa y descansa. El electrocardiograma salió normal— reviró el hombre de formación castrense. 

El médico era muy cauto porque cargaba en su haber la tragedia de que un día le dio un mal diagnóstico a una joven y estuvo condenada a sufrir el resto de su vida. “Los médicos podemos hacer creer con facilidad a una persona que está enferma, pero si nos equivocamos difícilmente haremos que se vuelva a sentir sana, las palabras hechizan”, recordaba seguido el médico a sus alumnos residentes en el hospital para evitar que cometieran ese error. 

Con pocas fuerzas, Filemón se puso de pie y se vistió con el pants negro regalado hace unos años por su hermana a quien le decía fraternamente “La Banda” y su chaleco verde de felpa que lo acompañaba siempre al salir del gimnasio, era un regalo inolvidable de su madre. Su siguiente paso fue sentarse en una silla de ruedas para salir del nosocomio, enclavado en la Zona Rosa, un lugar emblemático cerca del corazón del extinto Distrito Federal, un espacio que en la década de los 50 fue engalanado por la crema y nata de los capitalinos. Hoy ese espacio es dominado por mafias que convirtieron casonas y palacetes porfirianos de la zona, alguna vez llamados el Montmatre mexicano, en antros y hoteles de mala muerte. En uno de esos tugurios un día desaparecieron nueve jóvenes y aparecieron muertos en el Estado de México. Sería el principio de la guerra criminal de la ahora llamada CDMX.

Ya situado en la calle de Londres, su hermana lo subió a su auto junto con su madre, quienes habían pasado una noche de terror y no daban crédito de que en menos de 24 horas ya estuvieran de vuelta a casa. Parece que la condición de deportista había hecho efecto.

La pesadilla fue fugaz, empero fue sólo el comienzo de un nuevo mal porque Filemón no volvió a ser el mismo. Al regresar a casa y ponerse de pie tuvo la sensación de vértigo, luego a cada paso se sentía lerdo. Sin saber por qué sus manos eran como torrente de sudor. Le llegaba un escalofrío por la espalda al ver la mesa donde se había desvanecido y después de saberse un hombre sano y vigoroso se había reducido a un ser débil sin confianza en sí mismo. A cada paso sentía que su cuerpo podría volver a fallar. Pasaron noches de angustia hasta volver con el militar que lo evaluó y le revelaría en secreto para la humanidad que hoy sufre de este mal. 

Antes de decírselo le pidió recordar que sensación tuvo la primera vez que se alejó de su madre y Filemón revivió el escalofrío. A su madre la había perdido en una noche trágica en la que su padre cegado por el alcohol la atacó y la hizo huir con su hermana. Él se quedó solo a arropar las heridas de su padre, un hombre virtuoso perdido en los grados del alcohol, el ansiolítico más común para las personas que le temen a la realidad y nunca dominan su ego.

Luego le preguntó cómo le había caído la noticia de la muerte de su abuelo. El viejo Lalo, — recordó File— un hombre de una sola pieza un día sin más remedio cayó ante una probable neumonía y las manos se empezaron a hacer agua de nuevo. Minutos después le dijo: “a decir verdad no hay una causa de tangible de tu mal, aunque las emociones que describes nos hacen suponer que se trata del mal de la nueva era virtual, donde cada día se pierde más el contacto social: la ansiedad”.

— ¿Ansiedad? — dijo Filemón con cara de incredulidad y lanzó una nueva pregunta ¿Cómo se cura? “No hay cura”, dijo sereno el médico Lázaro y luego advirtió: “si quieres te puedo dar un secreto que te va ayudar a no sentir la angustia de nuevo”. Más allá de la cura tenía que explicarle que un nuevo mundo estaba en marcha donde la tecnología sería preponderante y lo normalizaría la vida virtual, aunque hubiera encuentros terrenales lo normal sería que la gente aún estando de frente perdiera la atención por ver su móvil y contestar al tío de Estados Unidos o al nuevo ligue de España, sin poner atención a interlocutor del aqui y el ahora.

El militar abrió un cajón de su escritorio y sacó una bola de cristal. Filemón supuso que el médico había enloquecido. Recibió la bola en sus manos y escuchó la instrucción: “cada que sientas ansiedad acaricia la bola y en ella verás que alguien en ese momento está apunto de caer en un ataque similar y debes evitarlo a toda costa ¿Cómo? corriendo con ella deberás  entregársela a la persona que veas ahí dentro. Esa persona al tenerla en sus manos hará lo mismo que tú pero debes revelarle el secreto. Es un efecto mágico, pero eso sí, si la bola se rompe, seguirá el maleficio de la ansiedad en ti y quienes hayan tomado la bola en sus manos. Era algo así como los anticuerpos de una vacuna para frenar el virus más contagioso del siglo.

El File se fue con la bola en su mano desconcertado sobre el Eje 3 Sur, que abarca la colonia Roma. Caminó por calles muy viejas donde había casonas diseñadas por Art Deco y algunas viejas vecindades que se negaban al fenómeno de la gentrificación. Este término técnico se refiere a la transformación de un espacio urbano deteriorado a un lugar nuevo de viviendas que por lógica aumenta la población y reduce la calidad de vida de las personas de la zona. Por lo general los originarios del barrio son expulsados a zonas más marginales en la periferia de la CDMX.

Y mientras corría frente al panteón Francés que está de cara a la colonia Roma en la Buenos Aires de la Ciudad de México — a un costado de lo que fuera el famoso Parque del Seguro Social en el siglo XIX donde se vivió el mejor béisbol de México— , un espacio en el que descansan las familias más relevantes del Porfiriato vio en la bola de cristal a medias la imagen de una mujer de cabello esponjado.

Le vino a la mente la tía Eugenia, esposa del tío Jero que recientemente había llegado a la vida eterna y de niño lo llevaba al parque de béisbol del Seguro Social a ver a los Diablos Rojos.

Entonces, aceleró el paso y se subió a la Línea 3 del Metrobús que había roto la amplia imagen de avenida Cuauhtémoc en 2010. Llegó al Metro Etiopía, que llevaba ese nombre porque el rey Haile Selassie de ese país, en 1974 donó a México unas palmeras en honor a que el pueblo mexicano tras la Segunda Guerra apeló a que el país africano fuera libre y soberano.

En el cruce de Etiopía transbordo por el Metrobús, que hace años había hecho un embudo el Eje 4 Sur Xola y tras replegarse en una unidad tras uno que otro empujón, viajó asfixiado en ese transporte que cruza Eje Central Lázaro Cárdenas y pasa frente al edificio Scop, que alberga a la Secretaría de Comunicaciones y Transportes, famoso por tener plasmada la obra mural de Juan O’Gorman, José Chávez Morado, Francisco Zúñiga y Rodrigo Arenas Betancourt, y ahora podría ser demolido tras ser afectado por el terremoto del 19 de septiembre 2017.

Entre la muchedumbre, File fue aventado en la estación Andrés Molina Henríquez, ya en la demarcación Iztacalco y subió a un microbús destartalado, de esos que después de cumplir su vida útil siguen dando servicio en la capital, y cruzó el Eje 5 e hizo la parada en un andador en la colonia Militar Marte, famosa por ser la zona de mayor plusvalía en el oriente de la Ciudad de México y es que ahí en la década de los 60, se hicieron lujosas casas para los militares. El barrio sigue en pie pese al abandono de los alcaldes y conserva su traza urbana casi sin edificios. 

De inmediato, abrió la puerta del edificio de su tía y entró al hogar donde la mujer de 70 años en un ataque de ansiedad iba a encender el fuego para quemar un Marlboro. 

¡Detente!, le dijo el File y le soltó la bola de cristal en sus manos y en el oído le pasó el secreto. La tía pensó que su sobrino ya debería estar en un pabellón del psiquiátrico, pero luego de ver fijamente la bola de cristal, tiró la caja de cigarrillos y sus ojos le mostraron la Nueva Atzacoalco, el barrio de la demarcación Gustavo A. Madero, donde había nacido y dejado a sus hermanos menores. Ahí vio a Chucho, angustiado en su casa de la colonia San Felipe, famosa por albergar el tianguis más grande de México. Su hermano estaba por sufrir una crisis al ver noticias que auguraban la peor crisis económica del país. Hacia unos meses había pedido el empleo y su escenario parecía catastrófico, lo que lo invitaba a beber tequila hasta perder la conciencia.

La tía Eugenia se subió a su Jetta Clásico plateado 2012 y tomó el Eje 5 Sur, dobló por el Eje Central hasta tomar Circuito Interior para entroncar con Eduardo Molina y antes de llegar al Río de los Remedios dio vuelta en las calles que se marcan por números como la 323, 325 y fue recordando su infancia y echaba un ojo a las calles que lucían paupérrimas y otro a la bola de cristal que iba en el asiento del copiloto. 

Cruzó el Gran Canal y llegó a la “Sanfe”, como se conocía el barrio donde habitaba su hermano desde hace más de dos décadas. Aparcó el auto con el temor de ser asaltada pero era más importante su misión así que entró a la casa de su hermano y lo halló descorchando un tequila. De fondo sonaba la banda inglesa legendaria Depeche Mode, con su versión original de Personal Jesus. Esa banda había nacido en los 80 del siglo pasado y a Jesús lo habían hecho vibrar las cuerdas bucales de David Gahan, el vocal de esa banda que en esa canción según  Martin Gore convertía a Jesús Cristo en alguien más, “alguien que te da esperanza y atención”.

¡Detente!, le dijo el File y le soltó la bola de cristal en sus manos y en el oído le pasó el secreto. Para ese entonces, File iba de vuelta a ver a su cardiólogo a una revisión y se llevó ahí la mejor cura que no era ningún medicamento.

“La ansiedad es una sensación necesaria en el cuerpo, es tan vital como el oxígeno, pero debe controlarse”, le dijo Lazaro a File.

— Explíqueme más — respondió File, mientras golpeteaba el piso con los dedos del pie derecho con impaciencia.

— Para dominar la ansiedad debes usar las cuatro T — dijo el famoso galeno y File sé sintió más inquieto. “La primera y más importante es el Tiempo ¿para qué sirve el tiempo?”, se preguntó el doctor y reveló que todos los días hace una pausa de 15 minutos para reflexionar quién es, cuál es su misión y para qué está en este mundo.

— Dígame cuáles son las otras para ir por ellas — dijo el joven sin sosiego. 

— La segunda T es desarrollar el talento y eso sólo se logra a través del estudio y el conocimiento, todas las personas tienen un talento, pero muchos no lo han cultivado. La tercera y no menos importante es la T de transmitir ¿Qué se debe transmitir? Positividad para invadir el cerebro de endorfinas, oxitocina y reducir el cortisol de la sangre…

— ¿Y cuál es la última? — apresuró el muchacho  ansioso al doctor.

— La cuarta T es la transmisión de conocimiento. Es quizá la tarea más difícil de lograr porque nos lleva a enseñar y es una de las más complejas habilidades del hombre porque se requiere la humildad para entender que todos somos alumno y maestro al mismo tiempo. Todos somos espejo.

Filemón salió corriendo con la emoción de sentirse un hombre curado para ese instante. Para ese entonces la tía Eugenia ya le había puesto en las manos a Jesús la bola de cristal, quien no daba crédito del secreto que le había revelado su hermana. 

Chucho, como todos lo conocían, agarró la bola de cristal y vio a su otra hermana que para él era como una madre. Patricia de unos 60 años disfrutaba de la soledad, aunque por momentos la detestaba, justo cuando le impactaba la ansiedad sin control. 

Entonces tomó su Wolkswagen sedan marca 1988 y salió a 80 kilómetros por hora por el Eje 3 Oriente como si fuera a la Central de Abasto donde todos los domingos hacia compras para abarrotar su tienda, la más famosa de la Sanfe, donde los niños dejaban sus tortillas al jugar en sus maquinitas el mentado “Contra”, un videojuego que no trataba más que de matar personas, parecía una alegoría a la muerte que se vive en estos días donde reina el narco.

Pronto llegó a Tlalpan y pasó un bajo puente lleno de publicidad basura del gobierno en turno que promete “innovación y esperanza”, vaya eufemismos en una ciudad donde lo que se respira es contaminación sin medida.

Alcanzó otra vez el Eje Central y cruzando por una de esas calles sin nombre se topó con la callejuela Rascarabias y pensó en él, en su primo, en su padre, en su hermana y en su sobrino. “¿Quién no es rascarrabias en esta vida?”, pensó y le metió segunda a su Vocho, peleó con un vigilante para aparcarlo afuera de Bartolomé 101. Si registró, llegó al 501 donde su hermana fatigada por la ansiedad estaba apunto de meterle un trago directo al zambuca negro, un anís cotizado en el mercado, para olvidar todas las penas, entre ellas que el Filemón fuera un débil sin oficio ni beneficio.

Tan, tan. Tan escéptico era el tío que soltó la bola en manos de Patricia y sabrá con qué ademanes le hizo saber el secreto. Patricia, un médico de esos pocos que existen en la vida y luchan contra todo por salvar una persona vio en la bola a su hija. Casi le da un infarto al verla sollozar por no poder controlar a su nieto Alan y dio un salto cuántico, -así le dicen en esta época a bajar por el elevador- y llegó al tercer piso. 

Ahí el pobre Alan sollozaba: “Titi, titi…” era el nombre de la abuela que lo sobre protegía y entonces entró y le dio la bola a la hermana de File; a la Banda, esa mujer casi cuarentona que quería beberse un pomo de champaña para olvidar la cuarentena ordenada por el gobierno para frenar la epidemia de la década y la agarró con sus manos con una fuerza indescriptible como siempre había valorado a su hermano, el File a la distancia, y le dijo, con dolor, con pena, con rabia, con una sensación indescriptible un: “Te amo” y cuando eso sucedió la bola cayó en manos de Alan y el pinché Alán de tres años vio la bola, sus ojos brillaban en ella y la aventó al cielo y cuando iba a caer en el piso, antes de explotar… cayó en tus manos. Que nunca se rompa porque condenaras al mundo. La bola está en tus manos y en ti la posibilidad de convertir la ansiedad en libertad.

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