¿Qué aspecto tiene el odio?

El partido

La celebración gubernamental realizada con motivo de su quinto aniversario, ilustra los mecanismos de la movilización clientelar, la verticalidad organizativa, el culto a la personalidad del líder populista y la estrategia de la permanente confrontación política con fines electorales.

Es claro que la polarización y el odio se siembran cotidianamente desde el poder, formando parte de una estrategia organizada para dividir el universo político mexicano entre buenos y malos, entre amigos y enemigos, entre los que están en el poder y los que están fuera.

Los discursos de odio y la estigmatización no solo han fracturado a la sociedad mexicana, sino que también representan una construcción lingüística que ofrece identidad política a sus seguidores para confrontar a los opositores.

La movilización obligatoria se ha constituido en el principal rito político gubernamental y sobre ella se construye el mito del líder.

Su auto-exaltación encarna una mítica voluntad general donde el individuo solo existe cuando todas las personas actúan conjuntamente.

De esta forma, el discurso sobre la soberanía popular se convierte en una nueva religión política en la que el pueblo se adora a sí mismo, mientras el líder guía, formaliza y manipula ese culto.

El odio y el resentimiento político representan actualmente el cemento de esa relación y, al mismo tiempo, dan vida a la imagen de las personas y grupos a los que se desea marginar y arrollar, en su afán por perpetuarse en el poder.

El odio proyecta un deseo de hostilidad y creciente desprecio que pretende cuestionar la imagen para después cancelar la existencia material del sujeto.

Es un sentimiento negativo de aversión y rencor que conduce a la demolición de la imagen social del adversario.

El odio es bidireccional: va desde el deseo a la acción, y viceversa.

El odio se dirige a los otros, los distintos, los extraños, los que irrumpen desde el exterior en nuestro círculo de identificación ideológica y política.

La historia enseña cómo muchos regímenes no democráticos han usado al lenguaje y los símbolos políticos para imponer su dominación sobre los demás, a través de ideologías y la creación de movimientos políticos donde el Estado ejerce sobre la sociedad un poder total y absoluto.

El lenguaje del odio político nació en el seno de los Estados totalitarios para cimentar a los regímenes que se proponían construir.

Hitler usaba un discurso que concentraba el odio sobre los judíos y adoptó el símbolo de la suástica como un arma: primero como emblema del partido, y después como símbolo de la política secreta y de los campos de concentración.

Hábil comunicador y demagogo, Hitler alimentó el odio a través de la comunicación de masas utilizando alegorías, mitos y rituales supremacistas.

Los nazis crearon un eficiente aparato propagandístico para monopolizar la escena pública y convencer a la sociedad que sus adversarios deberían ser humillados, castigados y suprimidos.

El estalinismo no fue menos brutal que el nazismo. El dictador llevó a cabo grandes purgas políticas apresando y ajusticiando a millones de ciudadanos rusos, ucranianos, polacos y hebreos.

Stalin persiguió a sus enemigos dentro y fuera de la Unión Soviética e impuso un sistema que otorgó privilegios a la burocracia.

Estableció un modelo monopartidista para configurar la nueva hegemonía política del Estado.

Lo mismo aconteció bajo el fascismo italiano, donde Benito Mussolini adoptó el lenguaje de los sistemas totalitarios.

El régimen surgido del ataque a la democracia propiciado por los “camisas negras”, incluyó la persecución y la cárcel para sus adversarios, el exilio permanente para muchos intelectuales, el linchamiento de opositores e incluso, su asesinato.

Es así como la subjetividad política autoritaria juega un papel preponderante en la propagación del odio y la intolerancia.

Imprimir artículo Síguenos en Google News

Post más visitados en los últimos 7 días