Ciudadanos en las urnas

Ciudad de México.- La resolución adoptada por la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) en relación con el caso de Félix Salgado Macedonio ilustra la profunda crisis en que se encuentran las instituciones democráticas en nuestro país, derivada en parte de la arbitraria injerencia del Estado para limitar su autonomía constitucional.

Su determinación de regresar el caso a la autoridad administrativa electoral para que califique nuevamente la falta de no presentar su informe de gastos de precampaña se inscribe en este contexto.

A pesar de las pruebas ofrecidas por el INE respecto a que el candidato de Morena al gobierno de Guerrero violó reiteradamente la ley, el máximo órgano jurisdiccional electoral abdicó de su mandato constitucional, establecido en el artículo 99, según el cual ese Tribunal es la máxima autoridad jurisdiccional en materia electoral que debe resolver en forma definitiva e inatacable sobre las impugnaciones de actos y resoluciones de la autoridad electoral federal.

La decisión adoptada mantiene vivo un conflicto contra el árbitro justamente en medio de las actuales campañas políticas. Los magistrados, y especialmente su presidente, olvidaron que la justicia constitucional electoral es una adquisición reciente -y por lo tanto muy frágil- de nuestro inacabado proceso de democratización.

Una larga tradición de pensamiento jurídico y político que se prolonga hasta nuestros días, considera que las leyes forman parte del “arte regia”, es decir, de la ciencia y la filosofía aplicadas para una sociedad justa y bien ordenada. Platón en su obra República, afirma que es necesario preservar a los custodios de las leyes y que el pueblo los debe defender “como a los muros de la ciudad” para proteger su imparcialidad.

Ante las imperfecciones de los gobernantes considera que es necesario imponer el respeto de las leyes conjugando vida ética y acción política.

Agrega que las diferentes formas de gobierno –monarquía, aristocracia y democracia- se distinguen entre sí por el grado en que los “custodios” o “guardianes” de las leyes logran garantizar la “tarea suprema” de la obediencia. El gobierno de las leyes es un bien respecto al gobierno de los hombres y más aún si estos son déspotas, crueles, ineptos o autoritarios.

El derecho constitucional reclama la disponibilidad de los sujetos para someterse a las decisiones judiciales pero también la firmeza de los juzgadores.

La Constitución es un pacto horizontal entre los ciudadanos y, contemporáneamente, un pacto vertical entre los ciudadanos y las instituciones sobre las reglas que determinan los comportamientos sociales.

La Constitución es “la ley de leyes” no solo porque sus principios sirven para evaluarlas, sino también porque las leyes ordinarias derivan de los artículos constitucionales. En una buena Constitución se encuentran las promesas para una buena política y para mantener vigentes a las instituciones. Por ello es que la justicia constitucional debe reflejar la defensa de la estructura fundamental de nuestra vida social y política.

Necesitamos impulsar una visión de la democracia constitucional como un sistema capaz de tutelar los derechos de grupos e individuos que sea resistente a las amenazas del poder. Debe protegerlos de la claudicación de los magistrados, así como del uso de las instituciones políticas o de las mayorías parlamentarias para trastocarlos. Se trata de defender el teorema de Montesquieu sobre la separación de poderes y el imperio de la ley.

Las actuales amenazas contra nuestra democracia, que buscan afectar la legitimidad de su régimen jurídico y político, deben ser enfrentadas por los ciudadanos en las urnas.

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