La actual confrontación electoral pone en evidencia el estado de crisis que padece la democracia representativa que se ha configurado en nuestro país.
La excesiva importancia otorgada al segundo debate entre quienes compiten por la Presidencia de la República, ilustra los límites de un proceso político donde los ciudadanos se encuentran excluidos y su voz cuenta poco.
Esto, en un contexto caracterizado por la caída en la confianza hacia los políticos de profesión, los partidos tradicionales y las instituciones representativas, así como por un declive de la participación electoral, un aumento en la volatilidad del sufragio y de los sectores de indecisos.
Las desigualdades que afectan a nuestras sociedades no son solo económicas, sino también políticas, y entre estas últimas, llaman poderosamente la atención, aquellas que alejan a los votantes de la participación política.
Los ciudadanos demandan mayor presencia en la toma de decisiones, sin embargo, su participación en las democracias contemporáneas es solo momentánea, reduciéndose al voto.
Desde Atenas, que representa el ideal de una democracia genuina nacida como un compromiso entre la gente común, recién empoderada, y los ya poderosos ricos, tuvieron que pasar varias revoluciones para que se estableciera la regla de la mayoría.
Era una democracia auténtica porque trató de romper la asociación entre el poder de los ricos y el poder político.
Entonces democracia significaba que todos y cada uno de los ciudadanos tenían la misma y significativa oportunidad de tomar parte en el proceso legislativo y de dirigirse a la asamblea.
Los ciudadanos ostentaban su derecho a participar y a expresarse sobre los asuntos de importancia para el Estado.
Todo esto, teniendo en perspectiva el principio de que en las oligarquías sólo aquel quien manda puede dirigirse al pueblo.
La democracia ateniense demostró que la igualdad política se traduce en libertad, permitiendo la competencia entre las habilidades e ideas políticas de los ciudadanos.
A partir de entonces, en las democracias cualquiera que lo desee puede hablar en el momento que le parezca oportuno.
La democracia moderna se ha configurado como un gobierno de discusión donde los ciudadanos se expresan y votan por representantes, y raramente sobre temas.
Es paradójico llamarla democracia, ya que el único momento en que los ciudadanos deciden directamente, es cuando delegan el poder de legislar a otros.
Las elecciones son el mejor ejemplo de que la soberanía popular aparece a intervalos fijos y excepcionales. Ellas le dan a la representación una faceta democrática, pero al mismo tiempo, un giro aristocrático.
Frecuentemente se afirma que la representación ha sido la invención más ingeniosa creada por los diseñadores de las constituciones para neutralizar la participación política.
La teoría de la incompatibilidad entre democracia y representación es hija de la concepción moderna de soberanía delineada por Montesquieu, según la cual, un gobierno es democrático si y solo si, el pueblo como cuerpo detenta el poder y hace las leyes.
No obstante, en las sociedades de nuestro tiempo, la participación y la representación se presentan no como formas alternativas de democracia, sino como modelos relacionados que constituyen la continuidad entre el juicio y la acción en los sistemas democráticos.
Actualmente en México se confrontan dos proyectos que disputan aquella franja del electorado que aún no decide el sentido de su voto.
La polarización irreconciliable entre estas dos concepciones -que proyectan tanto la continuidad institucional como la transición política- ha colocado a nuestro edificio democrático en problemas, incentivando un desencanto creciente por la participación política.
Esto abre la puerta a otras crisis, esta vez de legitimidad y de consenso. De aquí la necesidad de impulsar un sistema donde la representación sea un modo de participación política que active una variedad de formas de vigilancia y control ciudadano.
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