El Palacio y la plaza

Ciudad de México.- La imagen inédita del Palacio Nacional blindado con cercas de acero de tres metros de altura recuerda la contraposición, al mismo tiempo clásica y moderna, que existe entre los gobernantes y los gobernados, entre la clase política y los ciudadanos, entre un poder patrimonialista que actúa en la oscuridad y una sociedad abierta, solidaria y transparente.

Un antagonismo que refleja la creciente incompatibilidad entre los intereses privados de grupo o de partido y los intereses públicos o colectivos, y que igualmente proyecta la antítesis entre quienes deciden y quienes deben obedecer.

El muro erigido en el Zócalo de nuestro país es también representativo de la tensión permanente que existe entre el palacio que es la sede del poder dominante y la plaza que representa el espacio de las libertades sociales.

Entre el palacio y la plaza actualmente existe una relación de rechazo recíproco y de rivalidad, porque vista desde el palacio, la plaza pública es el lugar de la libertad licenciosa, del “complot” y de la manipulación, mientras que por el contrario, visto desde la plaza pública, el palacio es el lugar de la corrupción y del poder arbitrario e incapaz.

La plaza pública representa sobre todo el espacio de la sociedad civil donde fluye la relación entre personas igualmente libres y al mismo tiempo, es el “ágora” donde los ciudadanos integran la categoría aristotélica de la comunidad política.

El palacio representa el espacio del poder oculto, de la Razón de Estado y de los secretos del gobierno o “arcana imperii” como se les conocía en la antigüedad. El palacio se manifiesta como el lugar donde se toman las decisiones que afectan a todos en la soledad de las oficinas y despachos, y lo más lejos posible de las miradas indiscretas de la población.

A este poder político invisible, solapado y tendencialmente autoritario, se contrapone el reclamo por un poder visible o en público de tipo democrático.

La oposición entre la plaza y el palacio resultó evidente: el Zócalo y sus calles adyacentes repletas de una masa humana protestando contra la violencia de género, mientras que las sedes del poder federal y del gobierno de la ciudad blindadas, desiertas y con las puertas herméticamente cerradas como queriendo remarcar su indiferencia frente al reclamo feminista.

 

La sociedad civil se contrapone cada vez más a la sociedad política. El poderoso grito que lanzan las mujeres es, al mismo tiempo, la expresión de un nuevo poder ciudadano que despierta ante la indiferencia del gobierno.

Es representativo de una identidad política de la sociedad mexicana no en cuanto “pueblo genérico” sino en cuanto personas concretas.

Las ciudadanas y los ciudadanos mantienen un status jurídico y político que les permite formar parte de la esfera pública en la búsqueda del bienestar colectivo.

El derecho a la expresión y a la manifestación pacífica del disenso por parte de sujetos indignados proyecta un uso persuasivo de la resistencia civil como una forma de protesta que es perfectamente compatible con la democracia.

Es considerada “civil” justamente porque acentúa el componente ciudadano, en oposición al de la sociedad política y porque resalta el carácter demostrativo de las acciones emprendidas.

Ella es la única forma de presión legítima a disposición de los ciudadanos para modificar las relaciones de poder vigentes en el interés de todos. La lucha contra la violencia de género es actualmente una expresión del nuevo poder ciudadano.

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