Onésimo, el torero de María Félix

Mi amigo

Onésimo. Cuentan algunos de sus amigos, que Onésimo Cepeda, el corredor de bolsa, el taurino práctico, “un buen día encontró a Dios en Ecatepec y terminó de obispo”.

Lo entrevisté hace algunos años, en sus oficinas a un lado de la catedral, en el marco de alguno de los escándalos que habían provocado sus declaraciones.

La idea no era la de enfrascarse en sus argumentos, sino de dar una pincelada sobre una biografía interesante.

Y más aún en la curia mexicana, sujeta a los más diversos candados.

Me contó que había sido, en su juventud, novio fugaz de María Félix, a quien conoció en París.

Recordaba una cena memorable entre vino y champagne, en la que también estaba convidado Enrique Álvarez Félix, el hijo de la actriz.

En esa época Cepeda creía que su destino sería el de hacer dinero por medio del mercado de valores y que no sospechaba lo que le deparaba el destino.

Y en efecto, el salto es grande y más aún si se tiene en cuenta la influencia que llegó a tener, ya desde su posición sacerdotal, por su cercanía con políticos y empresarios.

Para nada ocultaba sus filias y fobias.

Cuando el presidente Vicente Fox intentó construir el aeropuerto de Texcoco lo respaldó e inclusive justificó la dureza con los opositores.

El obispo Cepeda era como una especie de daguerrotipo, una imagen de un pasado difuminado.

Pero que aún conservaba los chispazos que daban cuenta de toda una época, del país y de la propia Iglesia Católica.

Mi trabajo era escucharlo, intentar captar los gestos y los reflejos que lo definían como un obispo conservador, pero con altos grados de pragmatismo, que lo hacían sentirse más cómodo entre “los civiles” que con sus colegas de hábitos.

Onésimo

Siempre estaba en el filo de lo incorrecto, apostándose y sumándose a narrativas que irritaban a los radicales de todos los extremos. Quizá hasta se divertía con ello.

De lo que más conversamos es de los toros, de una fiesta que ya desde entonces estaba destinada a librar batallas acaso definitivas, pero que en ese tránsito conservaba, y conserva, buena parte de su potencial y su magia.

Su penúltima osadía fue la de pretender ser diputado, cuando el derecho canónico y la ley electoral se lo impedían, pero ahí estuvo, haciendo un anuncio que se tuvo que revertir horas después.

 La última y definitiva de sus irrupciones fue, como suelen serlo esos asuntos, triste e impertinente, el anuncio de su fallecimiento.

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