Ciudad de México.- Uno de los cargos en el gabinete capitalino que requiere de mayor especialización es sin duda el de director del Metro. Sin embargo, pocos han sido los encargados de este sistema de transporte que han cumplido con un perfil técnico como el que ahí se requiere.
Fuera de Raúl González Apaolaza, un brillante ingeniero que ocupó el puesto en 1999 a invitación del entonces jefe de Gobierno, Cuauhtémoc Cárdenas, el resto de los directores del Metro han sido personajes que vieron el cargo como un botín, un trampolín para mejorar en su carrera política o como un ring para disputar viejas y enconadas revanchas.
Este último fue el caso de Joel Ortega Cuevas, el recién removido director del Metro, para quien el nombramiento representó la oportunidad de eliminar a uno de sus principales enemigos, el líder del Sindicato Nacional de Trabajadores del Sistema de Transporte Colectivo Metro, Fernando Espino Arévalo.
La relación entre Joel Ortega y Fernando Espino es áspera, llena de odios añejos.
Ambos ya se habían visto las caras hace 16 años y de aquella vez perduraron profundos rencores que con el paso de los lustros no se apaciguaron. El primer enfrentamiento entre el eterno e impresentable líder de los trabajadores del Metro y Joel Ortega se dio cuando este último fue designado como secretario de Transportes y Vialidad.
Era 1999 y, no sin razón, Ortega Cuevas veía a Fernando Espino como el principal y más profundo problema que enfrentaba el Sistema de Transporte Colectivo-Metro, y trató de nulificarlo por múltiples medios pero no lo logró.
En esa época Joel Ortega filtró a los medios toda suerte de información sobre la riqueza injustificada del líder de los trabajadores, de la forma en la que vendía plazas y de la corrupción rampante al interior de la agrupación sindical.
Pero el tiempo no le alcanzó a Ortega Cuevas para tumbar a su némesis, porque el entonces secretario de Transportes hizo a un lado su perfil de ingeniero para darle rienda suelta a su faceta de ambicioso político, ir en pos de la Jefatura Delegacional de Gustavo A. Madero y a la postre construir el que ha sido su inalcanzable sueño: la Jefatura de Gobierno de la ciudad.
En el presente sexenio y ya nombrado como director del Metro, Joel Ortega vio en la designación una segunda oportunidad para terminar la tarea que había dejado pendiente, y para ello decidió quitarle a Espino Arévalo recursos y medios de presión, como las obras de mantenimiento en instalaciones fijas y de material rodante, que entregó vía contrato a empresas externas y no a trabajadores sindicalizados, o las labores de vigilancia en estaciones y trenes, que entregó a la Policía Bancaria e Industrial y no al personal de vigilancia, también sindicalizado.
Como lo hizo antes, filtró golpes mediáticos; dio a conocer los beneficios que otorgaba Espino a sus ex esposas e hijos; le retiró contratos y permisos de negocios que tenía al interior de ese medio de transporte.
Ortega pensaba que así maniataba a Espino, pero el líder de los trabajadores es como una hidra cuyas cabezas se multiplican. Las órdenes hacia los trabajadores aún tienen eco; el líder goza de lealtades entre el personal que bien puede actuar por omisión para que las cosas no sucedan o sucedan mal, en un sistema de transporte tan estratégico para la capital del país.
Joel Ortega tenía que salir, porque su confrontación con Fernando Espino hacía que el Metro no avanzara, que líneas emblemáticas y eficientes como la 3 se deterioraran con rapidez, que choques como el de la línea 5 generaran sospechas. Espino exigía la salida de Ortega y lo logró.
El distanciamiento entre la Dirección General y el sindicato del Metro provocaban una parálisis, que las cosas no ocurrieran o que ocurrieran en sentido contrario. Fernando Espino actuó como Ortega no previó, utilizando al propio personal del Metro para generar un anquilosamiento, para provocar la percepción de ineficacia de parte de la Dirección General.
Este round lo ha ganado Espino y con creces, porque además, el oscuro dirigente gremial logró que Miguel Ángel Mancera designara a un funcionario a modo. Jorge Gaviño Ambriz es todo un político, nada tiene de técnico y llega a la Dirección General del Metro para atemperar a un sindicato que apostó al ostracismo como medida de protesta, siguiendo con lealtad las instrucciones de su líder.
Como ha ocurrido con otros ajustes en el gabinete capitalino, el nombramiento de Jorge Gaviño como director del Metro responde a un enfoque político; llega a mejorar la relación con el sindicato de Fernando Espino, a concederle y retribuirle poder para que el líder dé la orden a sus agremiados de ponerse a trabajar. Ese es el negro en el arroz de la designación en la Dirección General del Metro, que poco o nada tiene que ver con mejorar el servicio en beneficio de la población.
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