En el corazón palpitante de Coyoacán, entre jardines floridos, puestos de nieves artesanales y calles empedradas que crujen bajo los pasos, se alza majestuosa la Iglesia de San Juan Bautista, una de las construcciones más antiguas y cautivadoras de la Ciudad de México.
Desde lejos, su fachada de cantera tallada parece contar historias. Al acercarse, el visitante es recibido por un portal sobrio y una cruz atrial que anuncia: aquí se mezcla lo sagrado y lo terrenal, lo indígena y lo europeo, la piedra y el alma.
Construida originalmente en el siglo XVI por frailes franciscanos sobre un antiguo centro ceremonial prehispánico, la iglesia ha sobrevivido terremotos, revoluciones, remodelaciones y el paso de miles de vidas. Su interior, silencioso y fresco, es un remanso de paz: bóvedas doradas, altares barrocos y un Cristo crucificado que parece observar con misericordia al que entra cargado de preguntas.
Los fines de semana, las bancas se llenan de familias, novios que piden bendición y viajeros curiosos. Una señora con rebozo reza el rosario. Un niño pregunta por qué hay santos con espadas. Afuera, la vida sigue: un vendedor ofrece muñecas de trapo, una pareja se toma selfies frente a la fuente, el viento juega con las hojas del viejo ahuehuete.
Visitar la Iglesia de San Juan Bautista no es solo un acto religioso o turístico. Es una entrada al corazón simbólico de Coyoacán. Es sentir que el tiempo se dobla, que la piedra respira y que en cada rincón hay una historia esperando ser contada.
Y cuando uno sale, conmovido y sonriente, algo queda claro: esta iglesia no es solo un templo. Es un testigo. Un abrazo de siglos.