Los ilusos

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Luis Eduardo Velázquez Director del diario y semanario digital Capital CDMX

Ciudad de México.- El futuro abogado estaba muy inquieto en una de las aulas de la universidad. La rutina para esos días era monótona. Cada sábado llegaba temprano el profesor del Diplomado a la escuela, ubicada en la zona sur de la Ciudad de México, que se supone la zona más firme porque fue bañada de lava basáltica del volcán Xitle hace más de 1,600 años, y el temario era tan breve que el profesor — un destacado doctor en Derecho— al haberlo agotado en par de horas, se dedicaba a contar episodios de su vida desde el medio día hasta la hora de la comida. Ernesto, era un hombre ansioso que estudiaba los sábados para titularse de su segunda carrera, porque sin cédula no podría litigar o sería un simple “coyote” como se dice en el argot de la abogacía a quien lleva juicios sin título profesional. Su primera carrera y profesión era el periodismo, ahí había conocido la realidad cruda de la vida y quizá de ahí parte de sus trastornos que sólo se calmaban con una pizca de amor. La ansiedad es una de las enfermedades más comunes en la era virtual, donde todo mundo tiene una vida terrenal y otra en los móviles que se acrecienta en épocas de pandemia.

Una de esas anécdotas del profesor era que las personas difícilmente saben cuál es el valor real de su trabajo. El doctor en Derecho, que había trabajado para magistrados prominentes y ministros de la Corte, se quejaba de haber sido esclavo del sistema judicial por más de tres lustros hasta que conoció a un hombre que fuera su socio y le enseñó que el valor de sus años de experiencia podría ser exponencial. Por azares del destino siempre había gozado de buenos salarios en la administración pública y el Poder Judicial, no menos de 30 mil pesos mensuales. Eso sí, sus tareas eran de sol a sombra y pocas horas había para el ocio o para las costumbres licenciosas.

Él lo dudaba, como buen abogado escéptico, pero recordó que una fresca mañana de otoño su socio, que para ese entonces había fallecido de forma imprevista, le dijo: “te voy a dar una sorpresa”.

Al siguiente día llegó a sus oficinas en el Pedregal y vio en el garage dos Mercedes Benz con valor mayor a un millón de pesos, color plateado, impecables, bien aparcados. 

— ¿Y esos autos? — le preguntó al vigilante. 

— Los trajo el jefe. — dijo sin sorpresa el hombre que a sus 40 años ya se dedicaba a ese oficio de mera afición porque meses atrás había echado andar una empresa informal con un par de sus familiares de venta de pan y café, en triciclos en las zonas de oficinistas en Polanco, que al mes le reportaban 25 mil pesos cada uno. El negocio, paradójicamente, no era el pan sino el grano tostado que ya soluble lo vendía al público a diez veces más de su valor real. El vigilante, conocido como Rafita, a quien los abogados machuchones lo miraban con inferioridad, era uno de los pocos mexicanos capitalinos que había logrado entender la Teoría de la alienación de Karl Marx y por esa sencilla razón mientras la mayoría se perdía en el capitalismo; él sin saberlo en forma práctica ya era un emprendedor, que no empresario, que a sus familiares había reconocido como creadores de los objetos que ellos mismos fabricaban. Ya no eran obreros que en situación alienante pierden autonomía y dejan ser dueños de sus propia actividad. Todo un desafío en la antesala de la tercera guerra mundial.

En México, el café es una bebida usual para las personas. Muchos confiesan con sinceridad que sin una taza de ese fruto, que brota en varios estados de su tierra como Veracruz, Oaxaca y Chiapas, deambulan como sonámbulos por las calles. Cada país tiene sus creencias y sus bebidas, algunas espirituales y otras espirituosas.

El jefe, formado en una de las universidades privadas más lujosas de México donde más que profesionales forman empresarios, salió al garage rozagante, nunca imaginó que la muerte lo acechaba, y le dio al maestro un juego de llaves del Mercedes Benz.

— ¡Qué es esto! — exclamó espantado. “Es un regalo un cliente nos dio un anticipo del juicio de amparo mercantil que iniciamos”, dijo el patrón que siempre presumía que para atender un cliente tenía que observar que en su vestimenta portara por lo menos 100 mil pesos. Si no llevaba una Mont Blanc en la camisa no era digno si quiera de su trato. Negocios son negocios, era su premisa y legado de las aulas donde fue formado, allá por el poniente de la urbe, en uno de los barrios más ricos de México.

El profesor que recién había dejado la esclavitud del Poder Judicial estaba atónito. Era un niño En Día de Reyes, que por cierto no sabía ni usar el juguete nuevo porque contaba a los alumnos que el carro se estacionaba solo.

Así transcurrían las clases con más sustento de la filosofía de la vida que de la materia de Amparo. Lo que sí recitaba de forma clara era que para ser un buen litigante en Amparo mínimo habría que prepararse 15 años y entonces sí poder cobrar mínimo un millón de pesos por juicio, donde no se hará simple justicia sino el control de la Constitución. ¡Vaya retórica de los abogados! 

Varios bostezaban y se aburrían con esas historias de un profesor de 60 años. Ernesto, el universitario angustiado, no tanto porque de alguna manera había tenido una experiencia similar años atrás en la que después de ser esclavo en las redacciones había encontrado la forma de darle un valor o precio más justo a su trabajo. Le llaman filosofía cognitiva a ese encuentro que tienen dos personas que en mundos distintos avanzan por el mismo camino.

Ya un poco aturdido de la clase, los alumnos salieron al receso que permitía respirar aire puro en esa zona de piedras volcánicas de la capital del país. La inquietud de Ernesto, un joven humilde y austero que vivía la treintena de edad, seguía histérico y sin pensarlo descubrió que era por ella. No era la ansiedad diagnosticada hace cinco años, esa ansiedad que como el tequila es traicionera.

Ella, siempre entraba con sigilo a la clase. La distinguían su ojos grandes de color claro como el agave. Ernesto anhelaba ver sus ojos y de sorpresa sintió sus manos en la espalda. Un abrazo cálido que empezaba por ceñir su cintura. 

Fue como un sueño. Entonces, Ernesto se atrevió y le ofreció su corazón desnudo. Ella, una mujer tapatía con rasgos chilangos, rió y con compasión le dijo: “llegamos tarde”.

El corazón de Ernesto aleteaba y su mente buscaba argumentos para que el ser casado fuera una nimiedad, algo irrelevante en estos tiempos de libertad amorosa y pudieran seguir el romance, amarse sin prejuicios ni miramientos.

Le respondió con un verso de un soneto que traía en sus notas del IPhone de última generación: 

“Nunca es tarde al ver tus ojos, 

Dos gardenias de dulzura: 

Una la llevo en mis sueños; 

La otra atada en tu cintura”.

Era un golpe asertivo de Ernesto para llegar a la conquista. Ella, firme como una mujer de signo de tierra, suspiro, parecía rendida. En milésimas de segundo como buena abogada dedicada a temas de inteligencia se repuso y soltó letal:

— Eres la persona correcta en el momento equivocado — dijo con una dulzura legal. La proposición era peor que una condena a la silla eléctrica, que en México por fortuna nunca ha existido.

A sus adentros, el joven periodista, abogado y poeta en ciernes pensó que más bien era la persona equivocada en el momento correcto y cayó rendido en el juego de palabras. Quedó mudo como la letra ache. No hay nada que decir donde ya vive el amor, el sentimiento intenso. Estaba en medio de las rocas desarmado. Fue un caballero andante derrotado en la retórica, un iluso como el maestro que filosofaba sobre el dinero. En este mundo no hay nada más falso que la moneda y el billete. 

El amor es fugaz y la ansiedad también; — pensó Ernesto al caminar como sonámbulo por el Eje 10— te toma por sorpresa como el mejor trago a un deprimido y quien la sabe dominar avanza con una sonrisa. Felicidad le llaman unos; embriaguez otros. 

Para el caso es lo mismo — se repitió en silencio mirando al horizonte— depende de la mente y su capacidad no sólo de interpretar sino de comprender que se debe vivir con ese miedo a la muerte, pero con ese valor a la vida y a la experiencia porque como aquel abogado que siempre supo cobrar bien en vida, nunca imagino el día de su partida. Lo único que dejó fue esa vivencia contada por su socio a los alumnos acerca del precio de cada quien en esta tierra, donde lo valioso es disfrutar el día. Ernesto siguió andando y le cayeron a la mente aforismos de Narosky como anillo al dedo: "Un pobre con ilusiones es más rico que un potentado sin ellas/La ilusión nos engaña. Acariciándonos".

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