El populista que quiso ser emperador

Ciudad de México.- El Presidente busca imprimir su sello indeleble en la vida política nacional tratando de consolidar su hegemonía de manera definitiva. Caracterizado por un profundo pragmatismo y sin una base ideológica que ofrezca sentido a los cambios postulados, tiene en el poder del Estado su único referente.

Asumido como garante y depositario de los valores de la solidaridad colectiva y en contraposición al individualismo liberal y democrático, considerado responsable de la disgregación del tejido social, promueve incansablemente la modificación sustancial —y en ocasiones la abolición— de las instituciones políticas existentes para tratar de impedir que lo expulsen del poder en las elecciones que vendrán.

Por ello, ha mantenido un constante proselitismo electoral desde su llegada al poder, el cual se hace acompañar de la estructura clientelar de los “servidores de la nación” que no representan otra cosa que el aparato político y electoral del Presidente.

A este objetivo se orientan también las sucesivas reformas constitucionales impulsadas por sus legisladores quienes buscan desesperadamente consolidar el poder alcanzado.

Su gobierno sostiene la primacía del Estado todopoderoso sobre los ciudadanos y acepta al individuo siempre que sus intereses sean coincidentes.

Consecuentemente, es común escucharle decir que se pretende establecer en México un tipo de régimen en el que todo es para el Estado, donde nada quedará fuera del Estado y en el que nadie estará contra el Estado para lo cual busca controlar todos los aspectos de la vida política, económica y social.

Para ello se instaura un estilo de gobierno que adapta las antiguas tradiciones a los nuevos fines donde la exaltación de la soberanía popular aparece como el fundamento del Estado.

Esta voluntad general se asienta en la creencia de que la naturaleza del individuo como ciudadano sólo puede existir activamente cuando todas las personas actúan juntas como un pueblo reunido.

En esta concepción el pueblo se adora a sí mismo y su unidad se construye bajo la idea de una conciencia nacional recién despertada.

Como muchos otros autócratas, prefiere tener cerca a aduladores antes que a personas capaces. Le desagradan los individuos de gran cultura que tienen la valentía de mostrarse en desacuerdo con él.

Ese tipo de colaboradores no permanecen mucho tiempo a su lado. Otra de las características de la “nueva política” que se promueve es que el líder no soporta cuestionamientos sobre los pésimos funcionarios que lo acompañan.

Las acusaciones de nepotismo, incompetencia o corrupción no son escuchadas pues no acepta que se piense que llevó a cabo una mala selección.

Aunque sabe que muchos de sus funcionarios no son modelos de honestidad, se abstiene de actuar en su contra. Es raro que los integrantes del gabinete puedan reunirse sin su jefe, porque si lo hacen podrían convertirse en sospechosos de conspiración.

La centralización del poder es tal, que si el líder se encuentra ausente, la administración pública se paraliza y si las reuniones se llevan a cabo generalmente desembocan en un diálogo de sordos.

Cuando el presidente no domina la materia que se discute sus funcionarios por temor a contradecirlo evitan tomar decisiones sobre temas relevantes paralizando al gobierno.

Refiriéndose a Benito Mussolini, el gran dramaturgo Luigi Pirandelo afirmó que: “recurrentemente pasa del idealismo al cinismo, de la cautela a impulsividad, de la generosidad a la crueldad, de la resolución a la indecisión y de la moderación a la intransigencia”. Cualquier semejanza con nuestro Presidente es mera coincidencia.

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Twitter: @isidrohcisneros

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